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Mujeres indígenas en la Argentina. Cuerpo, trabajo y poder en las comunidades toba, wichí y guaraní
“Es notable la ausencia referente a la mujer en los estudios etnográficos en la Argentina.” Así comienza Silvia Hirsch la introducción al volumen y así queda trazado también el objetivo de conjunto: comenzar a llenar ese vacío, en este caso a través de ocho trabajos que se centran sobre las comunidades wichí, toba y guaraní, e intentan llenar de datos, interpretación y vida una zona de investigación poco explorada y en la que el campo etnográfico criollo se cruza con los llamados “estudios de género”.
A lo largo de los sucesivos capítulos los diversos autores pasan revista a los modos que reviste socialmente la maternidad, los rituales de iniciación femeninos, actividades como el tejido en la comunidad wichí y sus proyecciones simbólicas y sociales, los modos particulares de la socialización de las mujeres entre los tobas, la amenaza de la violencia sexual y los maneras de su prevención y defensa, los “conflictos generacionales” de abuelas, madres e hijas entre los guaraníes.
En “Metáforas sólidas del género: mujeres y tejidos entre los wichí”, por ejemplo, Rodrigo Montani, a partir de la simple y directa descripción de los diferentes tipos de bolsas que resultan de la labor del tejido va mostrando por qué caminos se produce la “integración” comunitaria femenina que, a la vez, reproduce costumbres bien tradicionales pero abren la posibilidad de una dinámica social atenta al cambio y la transformación que demanda la urgencia del presente (como la incorporación de otras materias primas o el ensayo de nuevas formas que se calcula tendrán mayor aceptación).
En “El cuerpo por asalto: la amenaza de violencia sexual en el monte entre las mujeres tobas del oeste de Formosa”, Mariana Daniela Gómez da cuenta de un peligro constante que resulta de las experiencias de las mujeres que aún deben salir a recolectar para la alimentación y, en general, de la “visión territorial femenina”. En ese contexto la autora busca describir las formas de la subordinación, la negociación y la desobediencia femeninas, el reparto del espacio entre las zonas prohibidas, aquellas a las que no se “debe” acceder, las que se sienten como espacios de seguridad, y aquellos otros lugares que se busca ocupar y sobre los que se avanza “tácticamente”, a la manera del explorador o el aventurero, etcétera.
Son sólo dos muestras de los contenidos de un libro que si bien está concebido a partir de metodologías y el planteo de sus tópicos de desenvolvimiento desde una perspectiva académica, no por ello deja de acercar una lectura seductora y entretenida para un público más amplio interesado en estos temas.
Pablo Wright: cosmovisión y cosmografía de los tobas
Pablo Wright, Ser-en-el-sueño. Crónicas de historia y vida toba, Buenos Aires, Biblos, “Culturalia”, 2008, 270 páginas más pliego final a color que reproduce dibujos originales.
El volumen anticipa una reflexión epistemológica, dice: “el enfoque general del libro apunta a desarrollar un diálogo crítico y abierto a través de un crónica de cómo es posible acercarse antropológicamente al modo en que los takshek qom piensan y actúan en el mundo”. Claro que no se trata de un mundo aislado, sino de uno que se constituye en permanente interacción, puesto que “está situado históricamente y surge de la dialéctica de relación entre una multiplicidad de actores sociales, por ejemplo, los propios qom, sus vecinos no indígenas y agentes que directa o indirectamente pertenecen a diversas agencias del Estado (misioneros, militares, burócratas, médicos, maestros, investigadores, etcétera)”.
Wirght recapitula y explica que la naturaleza relacional de la antropología, pese a las críticas que en los últimos tiempos han traído consigo los llamados estudios poscoloniales, lleva a poner el énfasis en la intersubjetividad, donde lo que se busca es colocarse en la subjetividad ajena sin intentar de perder de vista la propia, es decir, ese territorio difícil que la hermenéutica contemporánea ha tratado de capturar a partir del acercamientos de “horizontes” u otras fórmulas que siempre dejan abierto un campo problemático y polémico. Wirght llama a esta cuestión el “relacionalismo ontológico”, que la antropología compartiría con otras ciencias sociales que le son cercanas, y que despliega a los estudios antropológicos dentro del espacio de una cierta acción comunicativa.
Quizás por la complejidad y el tembladeral teórico y metodológico Wright ha preferido encarar su trabajo con el estilo de la crónica, en el sentido más simple, tradicional y añejo del término: la narración cuidadosa de los hechos. Por supuesto que la elección estilística no liquida las dificultades mencionadas anteriormente, pero al menos sirve para darle un respiro al lector no tan interesado por dejarse asfixiar por el recorte excesivo y la meticulosidad exagerada que sin duda son necesarios para que el trabajo especializado se estructure a partir de un piso sólido.
Rubem Fonseca, Diario de un libertino
Hay algo por demás atractivo en los relatos de Fonseca que, para sintetizar, se puede decir que se alimenta de esa raigambre que en la Argentina bautizamos “arltiana”: es decir, narradores y personajes empujados a la aventura de la existencia por un cierto rencor, brumoso y profundo, contra el mundo. Por eso quizás el escritor brasileño se ha empeñado desde siempre en perseguir una literatura áspera, de ésas que intentan de continuo escapar a una ortodoxia crítica que pondera en primer lugar la compacidad y el “trabajo” de escritura.
Hay, en él, algo que se derrama, que busca incontrolablemente derramarse y dejar charcos sobre la mesa; y que por el sendero de una cierta inmoralidad de lo que se cuenta y representa termina empardándose -aunque grite que no- con una buena parte de la literatura del siglo veinte más interesante.
A veces le sale mejor, otras no tanto. Así fue hacia arriba con la política Agosto y los cuentos de la violencia compilados en Los prisioneros, y un poco menos con el policial Pasado negro, en fin.
El Diario de un libertino que aquí se comenta es más bien flojo y esperable, como si de golpe la provocación estética tantas veces alzada por Fonseca como grito de guerra e intento de sacudir a los (sus) lectores se hubiera puesto disfónico y perdido credibilidad, dejando como borra el deambular ya bien conocido por un conjunto de tópicos bastante comunes que giran alrededor de la figura de un escritor y sus historias de amor salvaje, uso del otro y celos de animal; los cuales, si bien de tanto en tanto se dejan despabilar por algunos arrebatos retóricos bien interesantes, de conjunto parecen conformarse con amasar un entretenimiento más o menos decente. No mucho más.
Es de esperar que la obtención del Premio Internacional de Literatura Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo, que se le entregó en Guadalajara en el 2003, así como los halagos de la prensa y muchos de sus pares latinoamericanos, no hayan inyectado en Rubem Fonseca (1925) esa inyección de bronce de la que no se vuelve.
Poesía Perú S. XXI
Les copiamos uno de los poemas que vale la pena destacar:
Rosa América
Ana Istarú, Poesía recogida
Finalmente una buena selección de todos sus libros de poemas más algunos inéditos fueron compilados en Poesía recogida que la editorial Costa Rica lanzó en el 2003, texto que de alguna manera confirma el lugar relevante que Istarú ocupa entre los miembros de la última generación de poetas latinoamericanos. Los especialistas, por otra parte, la colocan ya junto a Eunice Odio y a Carmen Naranjo, es decir completando el ciclo de la mayor expresión poética femenina de su país.
La poesía de Istaru se caracteriza por mezclar un fuerte colorido moderno con formas provenientes del fondo de la poesía española de siempre; esa misma tensión se encuentra a veces entre una búsqueda más llana y de lenguaje popular, cercana incluso las formas pertenecientes a los llamados “géneros menores” y la prosa, con otra que parece orientarse hacia los quiebres sintácticos y las sorpresas léxicas propias de cierta tradición vanguardista en el continente. Una de las temáticas preferidas por Istaru es la del erotismo, y no se necesita rascar demasiado esa superficie para ver hasta qué punto la elección se inclina hacia una suerte de trabajo impugnador de cierto discurso común -banal y hegemónico a la vez- que suele condenar a un destino de taxidermia los cuerpos y el deseo; y que es particularmente notable en el caso del tratamiento de la mujer.
Sus poemas no han circulado por el Río de la Plata más allá de algún comentario perdido en el suplemento cultural de algún periódico o cierta breve referencia en alguna selección, razón por la cual vale que les copiamos a continuación algunos de los poemas de Ana Istarú.
Bolero irrepetible
Hombres que amé,
los esplendentes hombres de los cines sombríos,
tormentosos o dulces,
los demonios garridos,
los de espléndidas crines,
los arcángeles tácitos,
escoltando la noche,
bordeando como un sueño mi cuerpo humedecido,
hombre tiernos, nefastos,
portentosos, cobardes.
hombres castos (los tuve)
resguardando su fuego de mi pasión sin quicio,
los delgados, los altos, los altísimos,
los que tenían un dejo de avellana
en los hombros,
los feos
que tanto quise amar
como a los más hermosos,
buscando el tramo tibio detrás de sus rodillas,
el ángulo exquisito del tobillo
y sus contornos,
amores desvaídos,
amores elocuentes,
batallando exaltados al igual que San Jorge,
domeñando a mi madre,
el dragón crepitante.
Adónde fueron.
Y adónde fue mi madre.
Hombres que amé
con fe, con sed, con sinrazón,
con lucidez,
como un ciclón que encalla y es sólo desatino,
hombres que amé como nunca jamás,
y esa que soy y fui
y ya no seré nunca
está bailando ahora
perdida en un bolero irrepetible,
cargada de geranios,
de besos que no vuelven
como la línea dura de un astro que se astilla.
Esto fue amor. Lo firmo
con mi saliva y puño
en un vaso de acero en el que brindo.
Hay una colegiala, en algún sitio,
que baila hasta el cansancio.
IV
Ahora que el amor
es una extraña costumbre,
extinta especie
de la que hablan
documentos antiguos,
y se censura el oficio desusado
de la entrega;
ahora que el vientre
olvidó engendrar hijos,
y el tobillo su gracia
y el pezón su promesa feliz
de miel y esencia;
ahora que la carne se anuda
y se desnuda,
anda y revolotea
sobre la carne buena
sin dejar perfumes, semilla,
batallas victoriosas,
y recogiendo en cambio
redondas cosechas;
ahora que es vedada la ternura,
modalidad perdida de las abuelas,
que extravió la caricia
su avena generosa;
ahora que la piel
de las paredes se palpan
varón y mujer
sin alcanzar el mirto,
la brasa estremecida,
ardo sencillamente,
encinta y embriagada.
Rescato la palabra primera
del útero,
y clásica y extravagante
emprendo la tarea
de despojarme.
Y amo.
(de La estación de la fiebre)
El hambre ocurre
el hambre
su alquimia pertinaz
transmutación violenta
en la costilla
tener un hombre vivo entre los dedos
tirárselo a la muerte
el hambre es una muerte
que se hace la olvidada
se demora
finge buscar su cita en la libreta
pero al final te toca
y es una brea
inarrancable
no deja cicatriz
o sustrae al más pequeño de la casa
lo convida
al baile helado
el hambre ocurre
esto lo escribo en Costa Rica
estamos en setiembre ochenta y cinco
pero resulta
la muerte aquí es católica apostólica
el sueño en que moramos no resiste
este grillete
así nadie comenta
el hambre queda en rasgo de mal gusto
la paz
aquí la paz se nutre con la sangre
El oficio de intervenir. Políticas de subjetivación en grupos e instituciones
Los autores de este volumen son a la vez psicólogos e investigadores y docentes universitarios en Buenos Aires y La Plata. Intentan ofrecer a través de las cinco partes que integran El oficio de intervenir reflexiones y respuestas prácticas al quehacer del psicólogo de cara a los traumáticos hechos sociales que la dictadura brutal y la represión social descerrajaron sobre la Argentina de las últimas décadas. Se trata de coordenadas precisas; según cuentan en la presentación: “Nuestro equipo se formó en un cruce de recorridos personales, en plena posdictadura, para elaborar y pensar críticamente las experiencias transitadas. Nos conocíamos desde nuestro trabajo de resistencia ante la dictadura, nos reunían convicciones y apuestas políticas que coincidían en la situación; también lo hacían preocupaciones teóricas semejantes. Comenzamos a trabajar juntos en el momento en que tanto las formulaciones como los dispositivos con los que habíamos trabajado en la casa de las Madres de la Plaza de Mayo se habían transformado en obstáculo”.
De alguna manera el norte de los diversos capítulos está dado por la convicción de que las formas más tradicionales del quehacer del psicólogo, incluidos los aportes clásicos de la psicología social y del llamado análisis institucional, deben ser revisados y, de alguna manera, aprovechados, sintetizados y superados por las exigencias y la demanda de los diversos procesamientos individuales de un cerrado contexto sociocultural. Así trazado, el camino sigue una vía más bien inductiva: no tanto de la teoría a la práctica sino más bien al revés, desde los procesos de subjetivización hacia las exigencias que éstos imponen a los modelos teóricos. El ida y vuelta impone en consecuencia y con posterioridad una decantación que busca que la propia reflexión teórica se robustezca a partir de los nuevos enfrentamientos y experiencias -es decir, se vuelve una renovada exigencia de conceptualización-, que envuelven, por supuesto, la figura misma del psicólogo y los modos de constitución de su subjetividad profesional.
De tal modo las diferentes secciones por momentos parecen convocar a un lector especializado pero en otros, dada la materia más “concreta” sobre la que se edifican, el análisis de hasta qué punto la vida pública se apoya y alimenta sus universos simbólicos o imaginarios en procesos sociales de subjetivización, el lector al que se busca seducir se muestra como más amplio y diverso en su gusto. Basta al respecto, por ejemplo, leer el tratamiento que se hace del episodio de “cambio de bebés” conocido periodísticamente como caso Costa-Mangini para observar el interés de los autores por proyectar sus observaciones más allá de un campo en exceso restringido. O el apartado que se dedica a analizar los “efectos” de la guerra de Malvinas, o aquellos en los que se cruzan los territorios de la ley, los discursos del “humanismo”, los derechos humanos y el saber psicológico.
La “intervención” del psicólogo, en suma, es mostrada, teorizada y evaluada en términos sociales, políticos, morales y profesionales, y a la luz de una experiencia inmediata que, si bien no “contiene” y clausura la reflexión, permite si entender que tal contextualización brinda un punto de arranque (y de anclaje) imprescindible.
“La estructura actual de nuestras sociedades está sostenida por la constitución de contradicciones y escisiones, entre lo público y lo privado, la vida íntima y la vida social, la subjetividad y la política, la palabra y el acto, el cuerpo como soporte de fantasías y el cuerpo productivo. (…) en el dispositivo propuesto por las organizaciones de derechos humanos la convención que se instaura no neutraliza ni reinterpreta las significaciones directamente reales, sociales e históricas de los efectos en lo psíquico de la represión social y política. -escribió Osvaldo Bonano en el capítulo “El control social de las disciplinas”, que cierra con algunas definiciones que comprometen al volumen en su conjunto- Así, por ejemplo, los profesionales sostienen con sus actos y no sólo con sus palabras una definición pública de sus opciones políticas, y comprometen su cuerpo productivo con el desciframiento de los fantasmas terroríficos de la desaparición y la tortura. Hasta donde pude verlo, esto implica un posicionamiento social y ético-político inconmensurable con el llamado ‘lugar del analista’ como posición socialmente determinada. Trabajar para producir las consecuencias teóricas de esta cuestión quizás sea una de nuestras tareas más urgentes.”
Jorge Luis Borges y el idioma de los argentinos
En El idioma de los argentinos (original Buenos Aires, Gleizer, 1928; Argentina, Seix-Barral, 1994) Jorge Luis Borges se dedica de continuo a tantear los territorios de la lengua del Río de la Plata, pero no sólo ella. En el prólogo, no casualmente, lanza una enumeración sobre el material que el libro contiene y en la que figuran los “borradores de afición filológica”.
En el primer texto habla de “mis gramatiquerías”, y a continuación emprende una bastante incomprensible, a primera vista, parodia de análisis estilístico de la frase inicial del Quijote. Después alertará sobre dos peligros del análisis y de la lectura (procedimiento crítico que luego va a volver a utilizar): uno es la perspectiva gramatical que se centra en las palabras como “la realidad del lenguaje”, versión imposible porque “las palabras –sueltas- no existen”; y el otro es el que deviene de Benedetto Croce y sus seguidores y que consiste en tomar como único existente real, y por tanto digno de ser considerado, a la totalidad, y negar “las partes de la oración”. Borges intenta imaginar en ese artículo inicial un camino intermedio que es el de la sintaxis, aquella cuyo “poderío es de avergonzar, ya que sabemos que la sintaxis es nada”, pero que a la vez funda la diferencia entre los estilos, dado que un estilo no es otra cosa, afirma que una “costumbre sintáctica”.
En el medio Borges afirma que “la lengua: es decir humilladoramente el pensar”, donde parece retomar cierta antiquísima, y también actual, discusión sobre el estatuto del lenguaje como representación (en realidad, para Borges, en el artículo citado, la representación es propia de las palabras, ellas son las que tienen en un vínculo “directo”, digamos, con el mundo, todo lo demás es construcción, armado, ficción). Como los clásicos pensadores modistas Borges pareciera afirmar que hay una dislocación entre modus essendi (ser, mundo), modus intelligendi (pensamiento) y modus dicendi (En “El culteranismo” Borges escribió: “Ni las palabras asumen invariadamente la acepción que les es repartida por el diccionario ni hay una relación segura entre las ordenaciones de la gramática y los procesos de entender y de razonar”). En el medio, también, distribuye la colorativa de términos como semantemas y morfemas, como para demostrar que ha leído sobre lo que habla (en este sentido van también las citas que realiza).
En el ya mencionado “El culteranismo”, el artículo que dedica a Góngora (y en el que demuestra que, a su juicio, los españoles que valen la pena son Cervantes y Quevedo), coloca en la introducción, y después de haberse referido a los problemas propios de las matemáticas: “cuántas no oscurecerán el idioma…”. Allí parece haber una clave. Por supuesto que es también propia de su poética, pero aquí interesa subrayarla en el sentido de la reflexión sobre la lengua: Borges parece haberse declarado en guerra contra todos aquellos escritores, periodistas o catedráticos que oscurecen lo que debería ser claro. De allí su pelea contra los que estima lenguajes abstrusos de los “especialistas”. Borges piensa como muchos científicos y epistemólogos, desde Karl Popper hasta Albert Einstein, que la ciencia, aunque sea difícil juzgarlo en su superficie, tiende a la simplicidad y que toda teoría que no pueda ser explicada en términos simples esconde en su barroquismo la impotencia y la nada, o la mera fanfarronería narcisista.
En ese mismo artículo define: “Ahora la soberbia española practica una diversa conducta, no quiere aceptar el socorro de los barbarismos y pone su toda y poca fe en recetas caseras: en idiotismos, en refranes, en locuciones. Para nada quiere salir de su casa ni para bromear. Yo confieso que a la cerrazón y huranía de los puristas de hoy, prefiero las invasiones generosas de los latinizantes”, y renglón seguido recupera los usos de las formas latinas y los arcaísmos por parte de la poesía gongorina para lanzarse contra sus enemigos contemporáneos de la madre patria. Como puede inferirse de la cita, Borges critica a sus “colegas” españoles quienes a diferencia de Góngora hacen un culto de la pureza del castellano que, en definitiva, lo empobrece en lugar de enriquecerlo. En una gran retorsión final dice: “Cervantes italianizó; Gracián y Quevedo teologizaron. En suma, la tradición española no es tradicional, como los tradicionalistas pretenden”.
El enemigo español ha cobrado la forma de un epíteto, tradicionalistas, y su teoría de la lengua se sintetiza en la palabra pureza. Pretensión que carece de toda otra verdad que no sea la de su deseo, puesto que en la realidad de la lengua castellana (o sea Cervantes, Quevedo, Góngora) tal pureza material e históricamente considerada jamás existió.
Aunque no lo diga con estas palabras Borges asume que las peleas “científicas”, “académicas” sobre el lenguaje castellano enmascaran en realidad una política lingüística de imposición, que se apoya en el mito de la pureza y la homogeneidad y prescribe desde él.
En el texto más importante del volumen, el que le da título, Borges dice del “idioma argentino”: “una forzada aproximación de dos voces sin correspondencia objetiva”, repetimos la fórmula: “sin correspondencia objetiva”. Es decir que Borges, con otro pirueta lógica, dicta su conferencia y la convierte en artículo acerca de un tema o problema que en realidad, tal su conclusión anticipada, en realidad no existe. Y en este sentido, aunque se publicará una década y media después, anticipa lo que seguirá desarrollando con matices en su clásico artículo “Las alarmas del doctor Américo Castro”.
Borges indica que, a lo mejor, que algo no exista en la realidad hoy no quiere decir que no pueda existir el día de mañana; afirma: “muchos conceptos fueron en su principio meras casualidades verbales y que después el tiempo las confirmó”, así que entra a la discusión desde otro ángulo. Es entonces cuando sostiene que “dos influencias antagónicas entre sí militan contra un habla argentina”, una es la de aquellos que encuentran tal habla en los sainetes arrabaleros y otra es la de los “casticistas o españolados”.
En la revisión que hace de las dos posturas Borges insiste, con relación a la primera, en que “no hay un dialecto general de nuestras clases pobres, el arrabalero no lo es. El criollo no lo usa…”. No puede tener mayor estatuto aquella porción de usos lingüísticos de vocabulario misérrimo y que no pasa de un muy reducido uso de jerga. Cuando se refiere al lunfardo, Borges da una serie de argumentos de autoridad (menciona lo escasos que son estos usos en Fray Mocho y en Evaristo Carriego) y a continuación agrega: “Sin embargo, ¿a qué alegar ejemplos ilustres? El pueblo de Buenos Aires jamás versificó en esa jerga…”
En cuanto a la segunda perspectiva, aquella que “postula lo perfecto de nuestro idioma y la impía inutilidad de refaccionarlo”, es también la que reclama “la riqueza del español (…) otro nombre eufemístico de su muerte”. Borges enfatiza la “competencia” que estos académicos han abierto entre las lenguas para demostrar cuál es la mejor (hace mención a que suelen usar como parámetro el hecho de que el diccionario francés posee menos voces que el español, pero se guardan bien de establecer la comparación con el inglés o el alemán), ataca estos criterios cuantitativos y dice que, desde un punto de vista más cualitativo, los “legisladores” de la lengua castellana se circunscriben a un pedido, diccionario en mano, de sinonimia, a aconsejarles con voz de doctrina a los rioplatenses que en lugar del término X usen el Y, que es más “preciso” o “pertinente”.
Para Borges, los escritores de “aquí” reproducen desgraciadamente las dos vías que se han mencionado (“dos deliberaciones, la pseudoplebeya y la pseudohispánica, dirigen las escrituras de ahora”), y olvidan la lección de sus mayores. Sarmiento, Mansilla, Echeverría, Wilde “escribieron el dialecto usual de sus días: ni recaer en españoles ni degenerar en malevos fue su apetencia”, es decir que “dijeron bien en argentino: cosa en desuso”. Precisamente porque ha caído en desuso, Borges afirma unas líneas antes: “Equidistante de sus copias el no escrito idioma argentino sigue diciéndonos…”.
La conclusión en relación a la idea de lengua que tiene Borges es clara, y nos devuelve al comienzo: “¿Qué zanja insuperable hay entre el español de los españoles y el de nuestra conversación argentina? Yo les respondo que ninguna, venturosamente para la entendibilidad general de nuestro decir. Un matiz de diferenciación si lo hay…”. Y un poco después: “No hemos variado el sentido intrínseco de las palabras pero sí su connotación”. O sea que: “El problema verbal (que es el literario también) es de tal suerte que ninguna solución general o catolicón puede recetársele”, y cierra: “no otra astucia filológica se precisa”.