¿Qué me voy a quedar a hacer en casa?

Sale rumbo al colegio enfundada en kilómetros de lana que toman la forma de guantes, gorro y una interminable bufanda enrollada alrededor de su cuello como una boa hambrienta. Pasa a buscar a su compañera y casi no se saludan para no abrir la boca e impedir que el viento frío se les meta adentro del cuerpo.

Cuando llegan a la estación y mientras otean el horizonte para ver si el tren se acerca escuchan que, mientras dispone los bultos junto a las barandas pintadas de rojo y blanco que adornan y ordenan el paso a nivel, el viejo de más de setenta años que vende garrapiñadas le dice a la mujer que ordena los cidís truchos sobre la alfombrita oscura tirada sobre el cemente:

-Mi mujer me dice que no hay nadie en la calle, que hoy no salga, que me voy a enfermar… Y yo la miro y le digo ¿para qué? ¿A tomar mate como un zombi al lado de la ventana todo el día, o mirando pelotudeces por la televisión? No, y agarré la canasta… ¿Qué me voy a quedar a hacer en casa?

Las dos chicas, testigos del monólogo filosófico, se ríen y de inmediato, sin dejar de caminar, empiezan a enderezar los cuerpos. Finalmente las mochilas tanto no pesan y hoy el invierno es bastante más benévolo que ayer.